Opinión

Mi madre

Por: Luciano Revoredo

Sofía Elena Rojas Benavides de Revoredo. Mi madre. Fue una mujer fuerte, inteligente, piadosa, con gracia limeña hasta el último día de su vida. Tuvo una paciencia proverbial con mis ocurrencias y siempre fue cómplice de mis iniciativas por disparatadas que fuesen.

Recuerdo en mi más lejana infancia cuando en las tiendas limeñas era muy difícil encontrar juguetes por la prohibición de importaciones, que ella con delicadeza monacal me fabricaba los títeres para que dé rienda suelta a mis inquietudes artísticas.

Así pude escenificar diversos cuentos con personajes maravillosos a los que había puesto hasta corbatas y botones. Recuerdo como con ropa en desuso me fabricó un fantástico disfraz de Batman con el que puso Ciudad Gótica entera entre las cuatro paredes de mi dormitorio. Fueron momentos felices en los que el hombre murciélago más heroico que nunca, miró a través de mis ojos, esos atardeceres de garúa limeña que hoy me llenan de nostalgia.

La recuerdo ahora tomando mi mano y comprando golosinas en el inmenso hall del cine Alcázar antes de ver una película de Cantinflas o de Louis de Funes. O comprando los regalos navideños en la antigua casa Oechsle. O llenando las bolsas de cuentos en las primeras ediciones de la Feria del libro de Miraflores. O en Ancón en tardes en las que para ser feliz bastaba con una bicicleta y un buen helado en D’Onofrio o una gaseosa donde el chino Moisés, la clásica Twist de naranja. Y siempre estaba ahí mamá para complacer esos antojos, siempre tierna, siempre con una sonrisa.

Pero también la recuerdo seria y firme, sentada a mi lado hasta que terminaba con las tareas escolares que tanto me costaban, o más seria aún, cuando ya de grande, pésame en el alma, le di algún dolor de cabeza. ¡Si pudiera volver a esos días!… y solo abrazarla en silencio…

Así era mi madre, tenía un vocabulario sorprendente y divertido. Badulaque, bellaco, cacaseno, eran adjetivos que me encantaban, pero ninguno como cuando me sorprendió volviendo de amanecida luego de una noche de furor jaranero y me dijo que me había vuelto un veinticuatrino. Ese sí que me pareció genial aunque sólo años después pude rastrear su origen y aludía a los viejos jaraneros que celebraban en la pampa de Amancaes el 24 de junio. Eran pues los veinticuatrinos, un viejo limeñismo ya caído en desuso.

Fue una mujer de costumbres, de ritos. Decía que uno debía usar siempre el mismo perfume y durante muchos años solo uso Diorissimo. Suprema creación de la casa Dior que se vendía en unas cajas de impecable diseño blanco y negro. Ahora mismo cierro los ojos y lo percibo intenso. Es el olor más tierno, el perfume de mamá, aquél de la infancia, época seguridad, de amor y certezas.

Pero un día, a puertas de cumplir 85 años se fue, llevaba en las manos el mismo rosario con el que rezó todos los días, si todos los días de su vida a María Santísima como ella la llamaba.

Se que nos volveremos a ver y besaré su frente otra vez. Entonces seremos felices y volverá a reír de mis ocurrencias. Lo sé.

(*) Analista político.

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