Opinión

La muerte de Abimael y el silencio de Pedro Castillo

Por: Omar Chehade Moya

El 11 de septiembre falleció a los 86 años el hombre más sanguinario y genocida del Perú: Abimael Guzmán Reinoso, producto de una neumonía que finalmente le produjo un infarto. Murió el día anterior de que se cumplieran 29 años de su histórica captura. El fanatismo terrorista de este grupo subversivo de filiación ideológica marxista maoísta leninista, ocasionó 70 mil muertos. En gran parte, el hombre es lo más parecido a quien uno admira.

Y este ser despreciable y perverso que fue Abimael era ciego admirador del líder revolucionario chino, Mao Tse Tung y del no menos tenebroso dictador soviético Joseph Stalin, ambos autores de genocidio contra sus pueblos dentro de los que se cuentan el sacrificio, muerte y desaparición de millones de personas. Para la doctrina maoísta, “la sangre riega la revolución”. Los que vivimos los tenebrosos atentados de Sendero Luminoso en la década de los ochenta y noventa, no podemos ni debemos olvidarnos de los coches bombas, de los aniquilamientos, secuestros, asesinatos y miseria que sufrió la población como consecuencia de las órdenes del desquiciado Guzmán. Toda condena que pudo purgar, fue poco en comparación al daño que ocasionó al Perú. Veintinueve años más tarde, producto de la amnesia colectiva, pero también de parte importante de los principales medios de comunicación, de malos políticos, de la corrupción, de una clase empresarial que mayoritariamente solo le interesa los fríos números de la utilidad, de una izquierda taimada aliada a los grupos “caviares” que edulcoraron con ONGs la brutalidad de Sendero, y por supuesto las desigualdades en el Perú, ungieron en el poder a los herederos de Abimael, a través de grupos de fachada legal como el Movadef, el Conare – Sutep, infiltrados en la educación, que, incluso, con el desparpajo más grande, durante años solicitaban garantías para la vida y luego amnistía para “el doctor Abimael Guzmán”.

De lo contario no se explica como el actual presidente Pedro Castillo guardó silencio cómplice cuando murió el cabecilla senderista. No expresó una sola palabra, como dijera el periodista Umberto Jara: “era una suerte de duelo implícito”. Fue una afrenta a nuestros mártires la composición de sus gabinetes ministeriales: un apologista de Sendero Luminoso como premier, ministros ligados a acciones subversivas o con investigaciones judiciales por terrorismo, un ex guerrillero como Héctor Béjar al mando de la Cancillería. Eso sin contar a la propia ministra de la mujer, que tiene condenado en cárcel por terrorismo al padre de su hija.

El mismo presidente Castillo que es un hombre ligado al Conare Sutep, se lo observó pronunciando grupalmente cánticos que entonaban también los subversivos. El Perú no se merece esta ignominia. El dictador argentino, Jorge Rafael Videla, quien efectuó, ¡qué duda cabe!, acciones ilegales para reprimir la subversión en su país, en los juicios que tuvo declaró en los tribunales antes de fallecer: “No hay dudas que los enemigos derrotados ayer en armas, gobiernan hoy el país y no dudan en erigirse como los paladines de los derechos humanos que no supieron hacer honor en su época” (refiriéndose a la corrupta familia Kirchner que ha quebrado a la Argentina). Algo parecido sucede también en nuestra patria. En el Perú el Congreso debe acabar con esta vergüenza e impedir que sigan destrozando el país los herederos de Abimael Guzmán y Sendero Luminoso. Por eso no hay otra salida constitucional que la vacancia presidencial.

(*) Exvicepresidente de la República

(*) La empresa no se responsabiliza por los artículos firmados.

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