
El escenario político del Perú en 2025 está marcado por la continuación de la profunda crisis que nos ha llevado a tener siete presidentes en menos de dos períodos presidenciales. La crisis no ha terminado: continúa de forma subterránea con el pacto entre el gobierno de Dina Boluarte y los partidos políticos representados en el Congreso de la República. Además, se ha trasladado a la economía —que ya empieza a mostrar signos de manipulación por parte del MEF y de la política presupuestal— y a la seguridad ciudadana, siendo el pueblo quien paga las consecuencias de los errores y la corrupción de las autoridades públicas y los partidos políticos.
La clave para entender la continuidad del gobierno de Dina Boluarte —a pesar del desprestigio, las acusaciones y la presión social— se encuentra en la alianza subterránea con el actual Congreso unicameral, mayoritariamente compuesto por partidos fragmentados, sin representación real ni legitimidad popular. Este Parlamento ha demostrado que puede vacar presidentes (como lo hizo con Martín Vizcarra y Pedro Castillo), pero hoy no aplica el mismo estándar con Boluarte. ¿Por qué?
La respuesta apunta a un acuerdo político de no agresión, en el que la mandataria mantiene en sus cargos a congresistas altamente cuestionados a cambio de que ellos no activen los mecanismos constitucionales para su destitución. Esta relación —alejada de cualquier interés por el bien común— tiene por objetivo preservar cuotas de poder, evitar investigaciones profundas sobre corrupción y garantizar impunidad.
Mientras el Ejecutivo y el Legislativo se blindan mutuamente, los principales problemas del país se agravan sin solución a la vista. La inseguridad ciudadana ha alcanzado niveles alarmantes, con regiones como La Libertad (Pataz), Arequipa (Caylloma) o el Callao sumidas en el control del crimen organizado. Las zonas rurales, por otro lado, experimentan incrementos sostenidos en pobreza y exclusión social, en parte debido a la falta de inversión pública y programas de desarrollo que realmente funcionen.
A ello se suma un deterioro institucional cada vez más visible: el debilitamiento del sistema judicial, el desprestigio de la Policía Nacional y la desconfianza generalizada de la ciudadanía en sus autoridades. Los partidos políticos no ofrecen una alternativa viable y parecen funcionar únicamente como vehículos para intereses particulares.
Lo que vive el Perú hoy puede ser calificado como una democracia sin representación real. Ni el Ejecutivo ni el Congreso responden al mandato ciudadano, y la voz del pueblo ha sido sustituida por el cálculo político. La ausencia de una oposición sólida y de partidos organizados impide la emergencia de liderazgos alternativos, y el sistema electoral no ofrece mecanismos eficaces para frenar el deterioro.
El caso peruano se vuelve un síntoma extremo del colapso institucional en América Latina, donde la gobernabilidad se logra no mediante consensos democráticos, sino mediante pactos de impunidad entre élites desprestigiadas.
De no producirse una reacción institucional seria —ya sea desde la sociedad civil, el sistema judicial o actores internacionales—, el Perú continuará profundizando su crisis democrática. La ciudadanía ha perdido la fe en las elecciones, en los partidos y en las promesas del Estado.
(*) Presidente de APROSEC.
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