
Qué duda cabe de que el mundo está en caos, y nuestro Perú no se salva de esta crisis, aunque con las peculiaridades de ser un país donde la gobernabilidad se torna una quimera. Esta situación se refleja, entre otros problemas, en una inseguridad que es sinónimo de mortandad, desarrollada a lo largo de muchos años como una avalancha de peligros, riesgos y amenazas, que aparecen como un huaico incontrolable y que representan al sistema negativo social en todas sus formas y circunstancias.
Como este fenómeno no es nuevo, y su gravedad es cada vez mayor por ser creciente y crónico, quisiera establecer un paralelismo entre dos épocas: el cruento terrorismo representado por senderistas y emerretistas (mejor llamarlos “ratistas”, por la forma en que han roído las entrañas sociales sin importarles sepultar la humanización nacional, el sentimiento patrio, el desarrollo social, la sensibilidad comunal, etc.) y la actual violencia social delictiva desenfrenada, donde se pueden observar penosas coincidencias en ambas: Surgen en un escenario político y social donde la corrupción gubernamental y ciudadana es lamentablemente protagonista, acompañada de bochornosos sobornos y de otros males sociales expresados en la comisión de macrodelitos como el tráfico de drogas, oro, personas, etc.
En ambas épocas, los gobiernos coincidieron desde un inicio en minimizar con alarmante indiferencia e irresponsabilidad el problema en ciernes. El problema se acrecentó porque no fue identificado, definido ni delimitado adecuadamente por el Estado, a lo que debe sumarse la improvisación de las medidas para enfrentar una situación que es multisectorial, intergubernamental, transversal, integral, holística e inclusiva.
Las medidas adoptadas, carentes de planificación, conocimiento y experticia — elementos fundamentales para lograr el éxito— generaron en los hechos grandes costos sociales, económicos y políticos. Los estados de emergencia declarados por los distintos gobiernos hasta la actualidad carecen de eficacia porque no se sustentan en una política de Estado sobre seguridad; por ende, no existe una estrategia capaz de revertir el problema.
Los acontecimientos coinciden porque se afecta la institucionalidad de las entidades públicas, se resquebraja la autoridad como producto de su ineficiencia, y se pierde la esperanza, la credibilidad y la confianza en la labor de las autoridades, quienes defraudan a diario. A esto se suma el propósito de no reconocer y/o descalificar el orden y sistema democrático vigente.
El problema se está gestionando prescindiendo de la connotación político-ideológica que lo motiva —como ocurrió en la época del terrorismo, cuando incluso se les motejó de abigeos— y ahora como si se tratara únicamente de la comisión de execrables delitos comunes (como la extorsión, el sicariato, etc.), desconociéndose su intrínseca vinculación con propósitos políticos e ideológicos que se enmarcan en la filosofía del socialismo del siglo XXI.
Si se desatiende esta preocupante coincidencia gubernamental a lo largo del tiempo en nuestro país, ligada a conceptos como el “Nuevo Orden Mundial” y a los acuerdos de organismos como el Foro de São Paulo (1990), la Agenda 2030 (2015), el Grupo de Puebla (2019), etc., que algunos consideran orientados a la destrucción y desaparición de la actual sociedad peruana, entonces lo que se busca es imponer un nuevo estatus denominado socialismo.
Finalmente, esta situación, que describe un “sálvese quien pueda” propio de una jungla gubernamental y social, debe llamarnos a la reflexión para evitar una extinción que, lamentablemente, parece ser el rumbo al que se apunta.
(*) Presidente de APROSEC.