Lo que estamos viendo en nuestro país deprime al más optimista, pues lejos de buscar soluciones racionales, que nos hagan superar el difícil trance en que nos encontramos, que engloba materias tan disímiles, aunque relacionadas, como las políticas, sociales, y económicas, estamos en una guerra de todos contra todos, que van desde las diatribas e insultos más duros, hasta las acusaciones de alto contenido hepático, aunque no necesariamente jurídico.
Ya no solo hay agresión verbal, escrita y hasta comunicacional mediática, entre actores políticos, sean gubernamentales o de oposición, sino también denuncias de altos decibeles entre nuestras autoridades gubernamentales, congresales, judiciales, electorales, fiscales, regionales e incluso municipales.
Se llevan hasta el máximo paroxismo las decisiones judiciales en que cualquier reunión es una conspiración cuando no una asociación para delinquir.
A cualquier imputado se le impone prisiones preventivas y preparatorias que pueden llegar a los tres años, lo que además de gravísimo es un anuncio anticipado que va a demorarse hasta que San Jan baje el dedo la investigación sobre los hechos u omisiones delictivas.
A cualquier autoridad se le imputa con falta de racionalidad jurídica, que su pariente tal o cual contrató con el Estado u ocupa un empleo público, pese a que no se ejerció influencia para ello, ni es del sector en que la autoridad tiene competencia para ello.
La reputación, prestigio y buen nombre de cualquier autoridad, se pone en juego por supuestas nimias causales, sin tener en cuenta el daño que se puede hacer por apresuramiento o por falta de prolijidad en las investigaciones iniciales, así sean periodísticas.
Nuestros legisladores siguen en la manía de considerar más y más situaciones como delictivas y, cuando ya están incursas en calificación penal, elevan inconmensurablemente las sanciones, olvidando que ellas además de ser castigo tienen motivación resocializadora.
En esta guerra de todos contra todos, nos estamos olvidando de la mejor herramienta para superar las desavenencias, los conflictos y las posiciones encontradas, que es el diálogo, la conversación, la concertación que llegue a acuerdos y hasta la transacción en que se ceden posiciones extremas para llegar a justos medios.
En nuestro país muchas veces el diálogo sincero y oportuno ha solucionado diferendos y ha evitado que escalen hasta convertirse en conflictos que son más difíciles de resolver, pero para ello se requiere bajar la intensidad de voz y la mutua efervescencia hostil.
Recordemos que muchas veces para acercar a las partes en posiciones encontradas, se ha necesitado la intervención de facilitadores y de escenarios apropiados. No olvidemos por ejemplo que el Acuerdo Nacional fue un escenario más que calificado, para ayudar a arribar a compromisos y fijar metas comunes. Hemos tenido facilitadores como la propia Iglesia, sin olvidar a personas calificadas de alto predicamento, pero que en estos aciagos tiempos carecemos, puesto que hasta quienes han presidido nuestra Nación se encuentran con acusaciones cuando no graves procedimientos judiciales.
Los organismos internacionales también han ayudado. Rememoremos su actuación ante los difíciles momentos vividos en 1992 y 2000, por lo que la visita de la OEA puede ser una ventaja de oportunidad. Dejemos de ser un país de desconcertada gente como alguna vez, según cuentan, dijo Nicolás de Piérola.
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