Una de las particularidades de la actividad política es la oratoria, el arte de hablar con elocuencia, que nació en Sicilia con los logógrafos, quienes se encargaban de redactar los discursos para los tribunales. Pero fue en Grecia donde la oratoria logró auge, convirtiéndose en un instrumento para alcanzar prestigio y poder político. Sin embargo, del concepto más amplio que le dio Sócrates, quien consideró que el orador debía ser un hombre instruido y movido por altos ideales éticos para garantizar el progreso del Estado, que ya muy poco se observa en la actualidad. Ese fenómeno se da a nivel mundial y el Perú no es la excepción. Cada vez son más escasos los oradores que logran destacar.
En nuestro país, muy apegado a copiar o imitar corrientes y modas extranjeras, incluso en el campo político, tal vez el punto de quiebre de este declive en la calidad de los discursos esté cifrado en la Constitución del 79. Hasta antes de dicha carta magna, los mensajes a la nación del presidente de la República en el Congreso, cada 28 de julio, eran dados sin leer ningún texto, en una demostración de técnica discursiva, uso correcto del lenguaje, manejo de ideas, buena memoria y otros atributos.
El cambio, según los historiadores, tiene que ver con el expresidente Fernando Belaunde. El arquitecto, en su primer gobierno, había dado un discurso de más de tres horas lleno de nombres de personas, lugares, fechas y datos numéricos sin leer un texto ni mostrar el menor titubeo. La oposición de la época, mayormente aprista, dudó de la capacidad de la mente humana para exponer con exactitud tanta información y adujo que los datos de un mensaje presidencial debían provenir de una fuente escrita. Aunque muchos dicen que, en realidad, los apristas exigieron el cambio para evitar que Belaunde siga luciéndose en sus mensajes y opaque a sus opositores.
Sea cual fuere la razón del cambio, el hecho es que, en la Constitución del 79, así como en la actual, del 93, se obligó al presidente a dirigir sus mensajes al Congreso “por escrito”. Con el transcurrir de los años, los discursos leídos se fueron generalizando en otros ámbitos políticos, de tal manera que ahora la mayoría de los congresistas, incluso cuando van a hacer intervenciones breves y sencillas, recurren a textos redactados por ellos mismos o sus asesores.
El buen hablar es un atributo que todos los políticos deben cultivar, pues es una marca de distinción. No es necesario ser un “encantador de serpientes”, pero sí expresarse con conocimiento, convicción y claridad. Es lo mínimo que se le puede pedir a un político, por más técnico que sea su campo profesional. Porque lo que digo y escribo siempre lo firmo.