El Parlamento de la República es siempre el contrapeso, el equilibrio de poderes en todo estado constitucional y social de derecho, sobre todo ante las ligerezas de ejecutivos autoritarios o cesarismos presidenciales. Por ello, y a pesar que nuestra constitución histórica es la de un sistema democrático semi presidencialista o presidencialista atenuado, el Congreso representa ese contrapeso, a través del rechazo a las propuestas legislativas del gobierno hasta la revisión de los actos normativos del ejecutivo. Asimismo, las preguntas a los ministros, las comisiones investigadoras parlamentarias, las interpelaciones, el voto de censura a los ministros y hasta la propia vacancia presidencial o permiso de viaje al jefe de estado para visitar un país extranjero.
Pero tampoco el control político del Parlamento es ilimitado. También el gobierno posee a su turno instrumentos de control frente al órgano legislativo. Sin embargo, la completa independencia del gobierno frente al Parlamento significa autoritarismo y autocracia. En el estado democrático constitucional es indispensable una independencia funcional y no absoluta del gobierno frente al poder legislativo. Karl Loewenstein señala que la masa de los destinatarios del poder espera que el liderazgo político provenga del gobierno mucho antes que de una asamblea compuesta de un gran número de miembros. Para el pueblo, el gobierno es más visible y más tangible que la colectividad en parte anónima del Parlamento.
En América Latina, en general, la relación entre los poderes del estado se ha inclinado siempre en favor del ejecutivo, y el sistema de pesos y contrapesos no ha tenido la eficacia funcional de distribuciones equilibradas. Los conflictos entre gobierno y parlamento cuando han sido muy agudos, no se han resuelto según las previsiones constitucionales, sino, lamentablemente, con la intervención de las Fuerzas Armadas o la renuncia del Congreso a sus atribuciones, para someterse a la autoridad presidencial. Normalmente en nuestro continente, las medidas constitucionales de control parlamentario sobre el ejecutivo han carecido de eficacia para frenar el cesarismo presidencialista dictatorial.
Nuestros parlamentarios han oscilado entre la servil obsecuencia graficada en los votos de apoyo acrítico y sumiso al gobierno de turno, o la breve hostilidad de Parlamentos que intentaron defender su independencia. En la Constitución de 1993 vigente, se dio cauce a una corriente autoritaria presidencialista que tiene diversas manifestaciones en dicha Carta, donde se revela el fortalecimiento de la figura presidencial, pero no sobre la base de la separación de poderes y funciones del estado, sino en una concentración e incremento de las atribuciones del presidente de la República. Se instaura torpemente la cámara única, eliminando el Senado revisor y reflexivo, privándose incluso del nombramiento parlamentario a diversos altos funcionarios. La Comisión Permanente queda subsumida dentro del Congreso como una especie de Senado vergonzante.
El presidente puede disolver el Congreso y gobernar sin él, por un mínimo de cuatro meses. El presidente de la República vuelve a tener las atribuciones de jefe de estado y jefe de gobierno al mismo tiempo, sin estar obligado a dar cuenta de sus actos, mientras que los ministros quedan relegados a un segundo plano, y sin posibilidad de dirigir la política del sector a su cargo, porque en sustancia, quien dirige todo es el Presidente de la República (modelo concentrador). El Presidente dirige exclusivamente la política exterior y es el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y Policiales. Creemos que todo ello merece una revisión reflexiva por los próximos congresos en aras de restablecer una mejor y más equilibrada relación entre el poder legislativo y el ejecutivo.
(*) Exvicepresidente y Congresista de la República
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