Habíamos visto anteriormente que, desde el ámbito de los procesos políticos inclusive, por razones de supervivencia y de desarrollo de los pueblos se debe elegir a los mejores, dentro de un sistema democrático de gobierno, a nivel de las elecciones generales, regionales y locales. Dentro de un Estado democrático de derecho también, por lógica consecuencia, es vital designar y nombrar a los mejores, a los más capacitados e idóneos, tanto en el plano intelectual como en el plano de la ética y moral pública. Al fin de cuentas la democracia le debería históricamente el componente fundamental del sufragio al sistema de elección basado en el mérito, como lo fue la antigua aristocracia griega y su orden o gobierno (cracia) de los mejores (aristos).
Con la reforma y modernización del Estado se llegó a la conclusión que para ocuparse un puesto público y/o para tener un determinado cargo estatal se requiere necesariamente de un proceso público de méritos. Algunos dicen que eso sería letra muerta y que no pocos concursos públicos de méritos serían unos meros “saludos a la bandera”, simples formalismos o apariencias porque ya existirían favoritos o favoritas no precisamente por sus méritos intelectuales y morales, sino por incluso todo lo contrario, y en donde lo único que realmente cuenta o vale son los “mejores amigos”.
Algunos también sostienen que ello en realidad no interesa porque el Estado, al ser de todos y de nadie a la vez, ha asimilado tal desvirtuación y perversión de los méritos durante años y décadas, no sucediendo lo mismo respecto a las empresas del sector privado porque éstas sencillamente no se pueden dar el lujo de tener personas no calificadas o sin méritos como empleados o funcionarios de las mismas.
Sin embargo, el hecho que haya corrupción inveterada en el país no quiere decir que estemos condenados por toda la eternidad a tal nefasta realidad. Toda transformación implica un determinado periodo de tiempo y un proceso de cambio de estructuras mentales y de carácter cultural.
El hecho de elegirse o nombrarse como funcionarios y servidores públicos en puestos y cargos del Estado a personas que no lo merecen en lo absoluto nos afecta y perjudica en realidad a todos, a todos los que pagamos nuestros impuestos al Estado peruano, ya que la remuneración de los trabajadores públicos tiene su centro en la base tributaria. Solamente por mérito debe accederse a un cargo público.
(*) Miembro suplente de la Junta Nacional de Justicia.
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