Opinión

Jugando a la guerrita

Por: Martín Valdivia Rodríguez

La estupidez de un grupo de mozalbetes causa una nueva tragedia. En una calle de Santa Anita, un niño jugaba en la puerta de su casa con sus amiguitos. De pronto, por ambos extremos de la calle aparecieron dos bandos de barristas que se enfrentaban a pedradas. El pequeño quedó en medio del fuego cruzado. La abuela salió de la casa para poner a salvo al nieto y un trozo de ladrillo del tamaño de un celular antiguo le impactó en el rostro. La anciana cayó desmayada, la trasladaron al hospital y los médicos constataron que había perdido la vista. Todo por la palomillada de grupos de chiquillos que, para hacer creer que ya son grandes, juegan a la guerrita con el pretexto de la hinchada por el fútbol.

No es la primera vez que pasa un hecho de sangre causado por las llamadas barras bravas, pero lo ocurrido la noche del jueves demuestra que es un problema que no tiene visos de solución, por más que, cuando sucede una desgracia, las autoridades —incluidas las deportivas— se rasguen las vestiduras y prometan tomar cartas en el asunto. Tiran piedras contra las casas, manchan las paredes, asaltan a los transeúntes, saquean micros y combis. Se creen cuatreros del viejo oeste protagonizando una coboyada o asaltando una diligencia. A veces usan palos, cuchillos, machetes y hasta arma blanca. Cuanto más peligrosa el arma, más valientes y más valientes se creen. Aunque sus víctimas, como en el caso de la mujer que perdió la vista, no tengan nada que ver en sus altercados.

Esto es todas las semanas, cada vez que hay partido de fútbol. Si pierde su equipo, salen a vengarse con el primero que encuentran en su camino; si gana su equipo, igual, salen a desfogar sus iras contenidas, como fieras salvajes, provistas de un cerebro inferior al del ser humano. Si hay partidos entre dos equipos de tradicional rivalidad, la sangre tiene que llegar al río.

Los vecinos de Ate y Santa Anita ya están cansados de correr a sus casas huyendo de las lluvias de piedras, de que las balas zumben por sus oídos, de las lunas de sus ventanas destrozadas y sus fachadas pintarrajeadas con palabras obscenas. Han denunciado, pedido ayuda, clamado solidaridad, a las autoridades de los clubes, a la Policía, a los políticos. Pero nadie se compadece de ellos, están abandonados a su suerte.

En otros países ya se ha resuelto el problema. Allá las cámaras de seguridad no están por las puras y las autoridades tienen sobre la raya a las barras bravas. El primero que viola la ley se va preso. Aquí no pasa nada y ello es lamentable. Porque lo que digo y escribo siempre lo firmo.

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