
A lo largo de la historia de la humanidad, cuando los gobiernos decepcionan a sus súbditos, actuando a sus espaldas y en forma arbitraria, los pueblos ejercen el derecho a deponerlos. Así fue en la antigüedad. Y en los tiempos modernos: desde la toma de la Bastilla, en Francia (1789) a la caída del Muro de Berlín (1989), doscientos años después. Este poder del pueblo frente a la autoridad incompetente estuvo presente en la tradición medieval, en la filosofía escolástica de Santo Tomás de Aquino. Y fue pilar del iusnaturalismo moderno que alumbrara ideológicamente la ruptura de los lazos coloniales y la independencia americana.
Bajo la vigencia de un régimen democrático y republicano, como el nuestro, en el cual el poder de los gobernantes emana directamente del pueblo, la potestad popular de resistir a la opresión y rechazar los abusos oficialistas, está consagrado en el derecho a la insurgencia (artículo 46º constitucional). Por lo tanto, sin llegar a este grado, los ciudadanos están legitimados para demandar la renuncia de las autoridades incapaces y exigir en calles y plazas su dimisión. Ningún pueblo está obligado a soportar aquello que en el Virreinato se llamaba “mal gobierno”. Por ello, su existencia justificaba las protestas y la remoción del mismo.
En consecuencia, satanizar las manifestaciones populares de desaprobación gubernamental y llamar “golpistas” a los pedidos de vacancia presidencial –vista la anarquía y corrupción política que llevan al país a la bancarrota– es una necedad autoritaria. Absolutamente contraria a la tradición democrática reseñada. Máxime si estos reclamos se hacen con los instrumentos constitucionales establecidos. El que los oficialistas digan que no corresponden, con razón o sin ella, no descalifica su uso democrático. Pues, si así fuera, no alcanzarán los votos o las razones serían insuficientes. Y punto. ¡Nada contra al orden de poderes fijado por la Constitución!
Pero, independientemente de los envites propios del hemiciclo congresal, resulta inconcebible no percibir las turbulencias acumuladas en el ánimo nacional. No sólo las marchas de los que nunca quisieron a Castillo, en la capital. Ellas son un problema manejable. Lo que sí debiera inquietarnos, son las movilizaciones campesinas y provincianas, que bloquean carreteras, destruyen maquinarias y provocan enfrentamientos con víctimas fatales. Se trata de gente burlada por el gobierno que votaron. Y su aparición en la escena puede incendiar la pradera.
En los prolegómenos de la guerra civil el gran Cicerón, entonces cónsul de Roma, clamaba contra Catilina –el faccioso de la época– aludiendo al agotamiento de la paciencia de la República. Hoy, amenazados por el naufragio del país, los peruanos gritamos al unísono: ¡Pedro Castillo Terrones, hasta cuándo vas a abusar de nuestra paciencia!
(*) Constitucionalista
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