
En el laberíntico juego de poder que a menudo define la política peruana, una sombra oscura se cierne sobre las aspiraciones de desarrollo y progreso: la tendencia a convertir la gestión pública en un mercado de favores, donde los intereses particulares de algunos congresistas se anteponen a las necesidades apremiantes de la nación. La reciente salida de José Salardi del MEF, bajo la sospecha de negarse a ceder ante presiones que buscaban canjear apoyo político por obras y concesiones regionales, ilumina crudamente esta preocupante realidad.
La política, en su esencia más noble, debería ser el arte de gobernar para el bien común. Sin embargo, cuando se pervierte y se orienta hacia la satisfacción de intereses individuales o grupales, especialmente aquellos ligados a la ambición de reelección o al fortalecimiento de clientelas políticas, el verdadero propósito se desvanece.
La consecuencia directa es un Perú que avanza a trompicones, incapaz de desplegar todo su potencial. La inversión se torna incierta, la confianza de los ciudadanos en sus instituciones se erosiona, y las oportunidades de crecimiento se ven limitadas por un sistema donde la política parece servir a los negocios particulares de algunos, en lugar de impulsar el desarrollo colectivo.
Para entender la magnitud de esta pugna, basta con observar el presupuesto asignado al MTC para 2025: S/ 13,567.8 millones, de los cuales más de S/ 8,000 millones están destinados a inversión pública. Esta cifra convierte al MTC en el ministerio con mayor capacidad de ejecución de obras a nivel nacional, un poder que se traduce en carreteras, puentes, aeropuertos, corredores logísticos y la siempre polémica Línea 2 del Metro de Lima.
No es ningún secreto que los megaproyectos de infraestructura son un campo de batalla político, donde intereses regionales, empresariales y legislativos chocan y se entrelazan. La distribución de estos recursos, especialmente en años preelectorales, se convierte en una herramienta de poder fundamental, capaz de construir lealtades y asegurar favores.
En este contexto, la propuesta de Salardi desde el MEF representaba una amenaza directa al statu quo. Buscaba una reforma estructural que centralizara la inversión en infraestructura bajo la Autoridad Nacional de Infraestructura (ANIN), con la visión de crear un futuro Ministerio de Infraestructura. Esta reforma implicaba despojar a varios ministerios sectoriales de su poder operativo y presupuestal, trasladando programas clave como PROVÍAS, PRONIED, PRONIS y otros, devolviendo al MEF un rol central de planificación y control. Salardi, en esencia, pretendía desmantelar el ecosistema informal que se nutre de la dispersión del presupuesto, un sistema donde la negociación política, el clientelismo y la influencia personal florecen a la sombra de los megaproyectos.
El desenlace fue predecible: Salardi fue removido y Pérez Reyes, el hombre que precisamente manejó el cuantioso presupuesto del MTC, ocupó su lugar. En el Perú, los ministros que osan tocar el presupuesto con visión de reforma, pero sin el respaldo político suficiente, no duran mucho en el cargo. La caída de Salardi marca el fin, al menos temporal, de una tentativa de modernizar la gestión del gasto público en infraestructura. Su salida nos devuelve a la lógica conocida: la inversión se negocia, se reparte y se controla con fines políticos.
(*) Comunicadora digital, filósofa, periodista colegiada, docente, empresaria, estratega, mujer política del siglo XXI.
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