En menos de una semana, las rondas campesinas fueron protagonistas de dos hechos de connotación no solo social y cultural, sino también política. La noche del miércoles 6 de julio, un reportero de Cuarto Poder y su camarógrafo eran retenidos o secuestrados por ronderos en el distrito de Chadín, en Chota (Cajamarca). Seis días antes, el 1 de julio, en Chilia, Pataz (La Libertad), siete mujeres y un hombre también habían sido capturados y puestos en cautiverio por ronderos que los acusaban de practicar brujería. Estos dos episodios, que han colocado a los ronderos en el ojo de la tormenta, pusieron al descubierto, una vez más, la marginalidad e indiferencia en que transcurre la vida en las comunidades alejadas de las grandes ciudades.
Un sector de la política peruana ha aprovechado la situación para cuestionar la labor de las rondas campesinas, que constituyen uno de los íconos de la población de las zonas rurales y del llamado Perú profundo, especialmente del Ande, que precisamente le dieron el triunfo al profesor Pedro Castillo en las pasadas elecciones presidenciales.
En realidad, el accionar de los ronderos no está bien definido ni delimitado por las leyes peruanas. Por un lado, la Constitución de 1993, en su artículo 2, inciso 11, reconoce el derecho de todas las personas “a transitar libremente por el territorio nacional”. Sin embargo, la misma Carta Magna en su artículo 149° establece que “las autoridades de las Comunidades Campesinas, con el apoyo de las Rondas Campesinas, pueden ejercer las funciones jurisdiccionales dentro de su ámbito territorial de conformidad con el Derecho Consuetudinario (…)”.
Este derecho consuetudinario, que rige por la costumbre o la herencia cultural, es el que daría potestad a las rondas campesinas para retener a las personas que, según ellas, están infringiendo sus normas. Esta facultad es reconocida por el Convenio 169 de la OIT —a la que el Perú está adscrito— y que es el instrumento jurídico internacional sobre los derechos de los pueblos indígenas y tribales. Y por si quedara alguna duda, el Acuerdo Plenario N° 1-2009/CJ-116 de la Corte Suprema les confiere a las comunidades nativas y rondas campesinas el derecho a administrar justicia. Sin embargo, hay cabos sueltos en las herramientas legales. Porque lo que digo y escribo siempre lo firmo.