En un glorioso y ficticio país de los Andes, donde las superpobladas ciudades costeñas, las cumbres nevadas y la agreste jungla amazónica son testigos de las más absurdas tragedias humanas, la seguridad ciudadana sigue siendo un espectáculo digno de telenovela. Desde hace 25 años, la Policía Nacional, guardiana de la ley y el orden, son mudos testigos de cómo los políticos demuestran una capacidad prodigiosa para pedir auxilio al Ejército en cada crisis. ¿El resultado? Un guion repetido hasta el cansancio: violencia, muertos, perdida de respeto al policía y juicios interminables para los militares.
Esta “colaboración” entre la Policía y el Ejército es un ejercicio en lo absurdo. Se supone que la Policía está ahí para cumplir con su misión constitucional. Pero, ¡oh sorpresa!, necesita del permanente apoyo del Ejército para intentar que hagan su trabajo. Claro, porque cuando los problemas se salen de control, nada mejor que un tanque o una patrulla militar para devolver la paz… o al menos, eso quieren que creamos.
Lo curioso es que este apoyo no está reglamentado. Es decir, cada vez que el Ejército interviene, es como si lanzaran los dados en un casino: nadie sabe qué va a pasar, lo único que es seguro es el desgaste del material y recursos que nunca son repuestos y también es seguro que la violencia escala, las balas vuelan, y, al final, alguien termina muerto. Y aquí viene la joya de la corona: tras el caos, la Policía queda más débil y desprestigiada, y los militares, ¡oh sorpresa!, enfrentan procesos judiciales que se alargan por años. Porque claro, no hay nada más divertido que ver a quienes salieron a “salvar el día” siendo perseguidos política y judicialmente.
Hoy frente a un nuevo requerimiento de apoyo a la policía se convoca al llamado “Consejo de Estado”, para crear una imagen de legalidad cuando no tiene carácter jurídico vinculante, y se obvia adrede al “Consejo de Seguridad” que, si lo tiene, garantizando un nuevo fracaso.
Y así, la rueda sigue girando. Año tras año, crisis tras crisis, la farsa se repite. Pero, ¿qué pasa si nadie hace nada? Pues simple: todo empeora. Si hoy la situación es caótica, mañana será catastrófica. Y en el medio de este desbarajuste, los ciudadanos, que deberían sentirse protegidos, terminan como espectadores impotentes de un drama que ya conocen de memoria.
Así que prepárense, habitantes del país imaginario de los Andes. Porque mientras no se ponga orden en este despropósito de “apoyo”, seguiremos viendo el mismo show: policías que no pueden, militares que no deben, y un sistema que no funciona. Pero, ¡hey!, al menos tenemos un espectáculo garantizado. ¿Quién necesita seguridad cuando podemos tener caos institucionalizado?
(*) Exdirector Nacional de Inteligencia (DINI).
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