Nuestra república acogió, como proclamaba el ideario liberal levantado en las revoluciones atlánticas de finales del siglo XVIII, que los hombres han sido creados iguales y que no existen privilegios o ventajas exclusivas o separadas de la comunidad.
Dicha afirmación, grabada con solemnidad en todas nuestras constituciones, ha tenido un complejo y lento avance en un país de desigualdades notorias derivadas del Imperio Incaico y luego de la colonia.
La discriminación ha sido feroz y altiva. Esta problemática ha tenido signos de mejoría, pero no ha curado del todo el alma nacional.
Los peruanos en su mayoría han dado testimonio de procurar acabar con la estólida situación de dividirnos entre unos y otros, apelando a la negación del ejercicio cabal de los derechos fundamentales. Pero, el drama de rememorar los prejuicios del pasado no ha cesado.
La historia recuerda que Felipe Pardo y Aliaga, uno de nuestros más calificados costumbristas del siglo XIX, escribió un poema a su hijo Manuel, quien en 1872 llegaría a ser presidente de la república. Este, luego de haberse educado en España, regresó al país y se dio cuenta de que había alcanzado la ciudadanía. Con ironía, el poema dice lo siguiente:
“Dichoso hijo mío, que veintiún años cumpliste: dichoso que ya te hiciste ciudadano del Perú.
Este día suspirado, celebra de buena gana y vuelve orondo mañana a la hacienda esponjado sabiendo que ya eres igual, según lo mandan las leyes, al negro que unce tus bueyes y al que riega el maizal.”
En esa línea de una colectividad entre iguales, el entonces monseñor Francisco de Paula Taforó y Zamora, un sacerdote y político chileno exiliado en Arequipa, que según dicen las abuelas le gustaba recitar aquello de: “Mestizo educado, diablo encarnado; “No hay indio bueno, si bueno nunca inteligente, y si bueno e inteligente siempre indio”; “al indio y al burro, palo hasta por el culo”.
Y entre algunos prejuiciosos de la época se evocaba aquella frase de Samuel Johnson: “es preferible que sean más los desgraciados a que nadie pueda ser feliz”. Repetimos con objetividad que, de esa época a la fecha, hemos avanzado, pero no lo suficiente.
Aun parece que no queremos reconocernos como un país plur étnico y pluricultural; y no aceptamos que tampoco hemos cumplido con afirmar los derechos sociales, económicos y culturales que son el complemento indispensable de los derechos civiles y políticos.
Los procesos electorales son momentos propicios para repensar cómo pasamos materialmente de la igualdad ante la ley—ya consagrada formalmente—a la igualdad de oportunidad y a una sociedad inclusiva y con equidad.
Negar nuestra identidad y nuestros problemas es la peor manera de alcanzar la aspiración de un futuro común de paz, concordia y justicia.
(*) Expresidente del Tribunal Constitucional.
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