La reflexión sobre los primeros cien días del gobierno de Pedro Castillo estuvo centrada en su objetiva ineptitud. El lugar común de la crítica especializada era el erratismo inicial que impedía armar un gabinete estable y medianamente solvente. El arco de explicaciones oscilaba entre una ignorancia supina hasta el fundamentalismo político-ideológico, del presidente. ¡O, más bien, ambos quizá!
Frente a tamaño desafío, la demanda ciudadana exigía competencia para los cargos gubernamentales y abandonar los discursos maximalistas que asustaban al público y desquiciaban los mercados. Esto suponía creer que el debut fallido y la subsiguiente crisis de apertura, podían paliarse al interior del sistema político, con el recambio ministerial con gente calificada y moderando el lenguaje con mensajes que sosegaran al país. Aunque la tarea no sería sencilla –ya que implicaba romper compromisos antelados y aligerar la carga dogmática– era un horizonte posible. Por lo menos, no fueron pocos los que apostaron por dicha alternativa, estando dispuestos a subirse al carro del profesor.
Pero en tanto el tiempo transcurre tal eventualidad se desvanece. Porque lejos de afirmarse la opción estabilizadora –merced un propósito de enmienda que aprende de los errores– en las últimas semanas hemos ingresado a un submundo tenebroso y hediondo, totalmente impensado cuando Castillo asumió el mando supremo. Que fuera un “sindicalista básico” –en la feliz opinión de Guido Bellido– y, por lo tanto, un radical iracundo renuente al pensar político, lo descalificaba y no lo dejaba en buen pie. Pero que, de pronto, el presidente de la República, aparezca en el centro de una vorágine de corrupción y que, a partir de entonces, su actuación se mida en función de las investigaciones fiscales, es algo terrible (especialmente para sus seguidores y fieles), que no tiene parangón en la historia del Perú.
Saquear la hacienda nacional no ha sido novedad en el devenir político. Sin embargo, las prácticas delictivas se hicieron con sigilo, extendidas en el tiempo y guardando las formas. Eran los robos de alcurnia, con mano fina y guantes blancos. Por eso, su descubrimiento fue fruto de indagaciones muy posteriores. En cambio, ahora asistimos a una voracidad precoz y una angurria enfermiza que no se mide. Castillo no termina de sentarse en el sillón de Pizarro y conocer sus dominios, pero ya invierte cuantioso tiempo en conclaves secretos con proveedores de toda laya, donde participan lobistas prontuariados, cuya agenda es la repartija del botín de licitaciones y concursos.
Como el coronavirus, el profesor rural muta de rostro con rapidez asombrosa. Trocar el sombrero ostentoso por la gorra malhechora demuestra tal versatilidad. Y en vez del dirigente combativo emerge el abigeo andino, que alucina depredar al erario público para recuperar el tesoro de Atahualpa.
(*) Constitucionalista
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