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La distorsión de la función fiscalizadora

Escribe: CPC Guillermo Ruiz, gerente general de GARC Asesoría Empresarial.

El Proyecto de Ley N°9744, recientemente aprobado en la Comisión de Trabajo y Seguridad Social del Congreso de la República, ha puesto en coyuntura un viejo debate sobre los incentivos laborales y el ejercicio de la función pública. El proyecto impulsado por el congresista Alex Paredes (Bloque Magisterial de Concertación Nacional) propone brindar bonos semestrales a los fiscalizadores de la Superintendencia Nacional de Fiscalización Laboral (SUNAFIL), condicionado al nivel de recaudación por multas impuestas a empleadores.

Esta propuesta distorsiona profundamente la labor fiscalizadora.

Aunque el argumento oficial se sustenta en la necesidad de reconocer y recompensar el buen desempeño de los inspectores, en la práctica esta medida introduce un incentivo perverso que pone en riesgo la imparcialidad y la legitimidad del sistema de fiscalización en el país. Más aún, este tipo de lógica basada en la “rentabilidad” de la sanción ya ha sido aplicada en el ámbito de la fiscalización tributaria.

En teoría, el bono solo se otorgará a los trabajadores que cumplan ciertas condiciones: 1) no tener sanciones administrativas; 2) tener más de seis meses de servicio, cumplir las funciones estipuladas en el Manual de Organización Funciones de SUNAFIL; 3) que la institución haya alcanzado al menos el 90% de sus objetivos institucionales. Sin embargo, dentro de estos objetivos se encuentra el incremento en la recaudación por multas impuestas.

Esto transforma a los inspectores en una suerte de “cobradores del Estado”, cuyo rendimiento se mide no sólo por su eficiencia técnica o su capacidad para promover el cumplimiento normativo, sino por la cantidad de sanciones que puedan imponer. En otras palabras, se traslada una lógica de productividad empresarial a una función pública que, por esencia, debe basarse en principios de justicia, objetividad y proporcionalidad.

El conflicto de interés es evidente: ¿puede un fiscalizador tomar decisiones técnicas, fundadas en derecho, si su remuneración depende —aunque sea parcialmente— del castigo que imponga? Esta situación mina gravemente la percepción de independencia y equidad del sistema de inspección. Los empleadores, especialmente las pequeñas y medianas empresas, ya resienten el accionar de un Estado que perciben como sancionador, antes que como orientador. Este tipo de normativas sólo profundiza esa desconfianza.

Uno de los efectos más preocupantes de este proyecto es su impacto potencial sobre el empleo formal. Las pequeñas y medianas empresas se verán en la encrucijada de asumir mayores riesgos ante fiscalizaciones que, en lugar de priorizar la corrección y prevención, podrían orientarse a maximizar sanciones.

Este tipo de medidas puede, paradójicamente, fomentar la informalidad. Muchas microempresas podrían preferir operar al margen del sistema formal para evitar exponerse a fiscalizaciones que ya no persiguen exclusivamente la legalidad, sino también el cumplimiento de metas financieras internas de la administración pública. En lugar de premiar la pedagogía y el acompañamiento al empleador, el Estado opta por fomentar un modelo de fiscalización recaudadora.

La fiscalización debe ser una herramienta de justicia social, orientada a equilibrar las relaciones asimétricas entre empleadores y trabajadores, no un instrumento de presión económica que castiga sin mirar contexto o capacidades reales de cumplimiento.

No es casual que una medida similar ya haya sido implementada en el ámbito tributario. En la SUNAT, ciertos trabajadores reciben incentivos o reconocimientos en función del nivel de recaudación alcanzado, lo que genera incentivos para maximizar cobros a toda costa, aún en situaciones donde los contribuyentes —sobre todo los pequeños— no cuentan con las herramientas para defenderse adecuadamente.

Este modelo ha sido criticado por organismos empresariales y académicos, quienes sostienen que puede distorsionar gravemente la función fiscalizadora, al convertir a los funcionarios en “cazadores de errores” más que en garantes del cumplimiento tributario. El resultado es un sistema percibido como arbitrario, que premia la sanción más que la corrección.

Reproducir esta lógica en el ámbito laboral es sumamente preocupante. Implica un paso más hacia la burocratización del castigo como política pública. Lo que se presenta como una medida técnica para “mejorar el desempeño” es, en el fondo, una peligrosa normalización de la fiscalización orientada al lucro institucional. El Estado debe garantizar que sus órganos de control y fiscalización actúen bajo un principio de estricta neutralidad.

El fortalecimiento de SUNAFIL no puede pasar por medidas que comprometan su legitimidad. Más bien, debería invertirse en capacitación técnica, protocolos de fiscalización más rigurosos, mecanismos de evaluación independientes y procesos que fortalezcan el componente pedagógico de la inspección. Lo mismo aplica para la SUNAT, donde la fiscalización también debe regirse por criterios objetivos, especialmente frente a sectores que no cuentan con el mismo respaldo legal y contable que las grandes corporaciones.

El problema de fondo es la visión instrumental que el Estado parece tener de la fiscalización: en vez de verla como una herramienta de desarrollo institucional, la concibe como un medio para engrosar ingresos sin necesidad de aumentar impuestos o racionalizar el gasto.

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