Opinión

Deshaciendo embustes en las actuales medidas contra la inseguridad ciudadana

Por: Ángel Delgado Silva

Aunque la racionalidad debiera ser la pauta para las decisiones adecuadas, en los hechos la gente renuncia a ella. Sucede en la vida personal y es frecuente en los espacios públicos. En especial si la autoridad evidencia supina incompetencia y el pánico se instaura entre los gobernados.

La intemperie en que se encuentra la vida y el patrimonio de los ciudadanos, por una escalada exponencial del crimen, está produciendo una crispación a vastas capas de la población. Justamente, en estos escenarios se impone una visión mágico-religiosa, con sus salidas milagrosas, en vez de actuaciones racionales de acreditada eficacia.

En este contexto desquiciado, declarar el estado de emergencia ha devenido en la panacea universal, para combatir la delincuencia. Las angustias y pesares son tan duros que se busca un abracadabra, capaz de aliviar la desesperación colectiva.

Así apelar a un “plan Bukele” o a la “emergencia” no pasan de ser respuestas emocionales para ocultar las graves falencias. No resolverán nada en sí; pero consuelan por las esperanzas que despiertan. Ni la política salvadoreña es una fórmula simplona ni la emergencia posee efectos divinos. Era Dante quien decía:

“De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno”. Pese a su recurrencia, el público olvida que los estados de excepción conculcan, por un tiempo, los derechos fundamentales vinculados a la libertad: personal, transito, reunión e inviolabilidad del domicilio (Art. 137º constitucional).

Preguntamos, ¿será coherente enfrentar criminales suspendiendo los derechos ciudadanos, en general?, ¿qué el delito se combata desprotegiendo a las víctimas?

Lo que es válido contra la subversión, que pone el vilo todo un territorio, ¿servirá también contra los facinerosos que atacan objetivos puntuales? ¿No existe una policía científica que investiga, recaba información, hace seguimiento, infiltra las bandas, hasta desarticularlas sin afectar la vida normal de la comunidad? Si así fuera ¿por qué decretar la inmovilidad absoluta que frena una algazara violentista, pero inocua para robos, extorsiones, sicariato, tráfico y demás crímenes comunes?

El otro embuste es la extendida creencia que luchar contra la criminalidad es una tarea edil. La pésima lectura del Art 197º constitucional –que encarga a los municipios un tipo de seguridad enmarcada con la participación ciudadana, más el apoyo policial– ha puesto a los alcaldes, incluso a los de distrito, como eje político de la guerra al crimen organizado. Confundir las campañas contra carteristas, pirañas, drogadictos, meretrices y gente de mal vivir, con desarticular al gansterismo de alto vuelo y extrema peligrosidad, es una necedad que no existe en algún país.

Pero en nuestro medio, donde la ignorancia se da la mano con la estupidez, se fomenta sin escrúpulo ni vergüenza fórmulas absurdas y ridículas, que sólo reiteran los fracasos agudizando la frustración social.

(*) Analista político.

* La Dirección periodística no se responsabiliza por los artículos firmados

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