
Desde hace algunos años, de forma coincidente con el inicio del mandato de Trump, se acuñó el término “fake news” para describir la propagación de información falsa, habitualmente con motivos políticos. Muchas veces, además, estas fake news se usaban como parte de campañas más grandes o “teorías de la conspiración”.
En el caso peruano, han tomado mayor relevancia a partir de noticias falsas o inexactas sobre el Covid-19, sobre los medicamentos para prevenirlo o combatirlo y últimamente sobre las eficacia de las vacunas chinas. Esto ha llevado a algunos líderes de opinión –incluyendo candidatos a la presidencia como Verónika Mendoza o Julio Guzmán- a proponer la regulación de los medios de comunicación y la censura de información falsa que ponga en riesgo la salud de la población.
Esto suena razonable a primera vista. Después de todo, el sentido de proteger la libertad de expresión es que asumimos que el contenido es valioso para la sociedad. Una mentira que ponga en riesgo la salud, no parece cumplir con este requisito. Sin embargo, hay que tener mucho cuidado con sugerir la censura basados en un criterio como la “veracidad” de la información. Así como algunos discursos o información pueden generar costos sociales, también la censura tiene costos, que pueden ser incluso mayores. Tomen el caso de China y la pandemia. Según las versiones con mayor evidencia, no es que el virus fuera “creado”, pero sí fue estudiado en un laboratorio en Wuhan, que aparentemente no cumplía con las condiciones de seguridad necesarias, por lo que el virus pasó de un murciélago a una investigadora y luego se propagó entre la población. Cuando el gobierno chino se enteró, cerró la ciudad pero también calló a los científicos que intentaron divulgar el hecho. Varios de ellos actualmente están muertos. El resultado: el Mundo se enteró del virus con semanas de retraso, semanas que pudieron salvar millones de vidas, tanto por las precauciones que hubieran podido tomar los países, como la rapidez –aun mayor- con la que se pudo desarrollar una vacuna. Primer punto, entonces, es que la censura cuesta vidas.
Segundo punto, el gobierno no es un buen juez de la falsedad. Cuando un medio de la oposición diga algo que no me gusta, lo puedo sancionar. De hecho, cuando Willax presentó información –a mi entender, de forma tendenciosa- la Ministra Bermúdez prácticamente los amenazó con una denuncia. Cuando medios cercanos al gobierno dicen cosas falsas, no oímos ninguna crítica. Tomen el caso de la ivermectina: Willax y el IDL, ambos, la han recomendado. Sin embargo, no vemos muchas críticas a la segunda. Lo que es más, el propio gobierno no solo recomendó la ivermectina, sino que la repartió de forma gratuita a la población. Tercer punto, muchos discursos valiosos pueden ser acallados si son entendidos como falsos en un momento dado. El caso de Galileo -eppur si muove- es muy representativo. Me dirán que no puedo comparar a un doctor dando información falsa con Galileo. Y es verdad, pero cuando uno regula no lo hace pensando en una situación concreta, sino hacia el futuro. En relación a esta misma pandemia, las ideas de Katalin Karikó sobre el “ARN mensajero” fueron descartadas como inútiles durante décadas y ahora es apreciada como la “madre de las vacunas”. Sin ir tan lejos, todos podemos entender la importancia de recibir información que “incomode” al gobierno, a pesar de que en nuestro país se ha vuelto un deporte nacional defender al gobierno de turno.
Creemos que los candidatos, antes que proponer “policías de la verdad” al estilo de 1984, debería cuidarse por no mentir ellos mismos. Pero no se preocupen, muchos estaremos atentos a sus mentiras –seamos financiados por el PNUD o no- y las haremos notar. El mercado es un mejor regulador, no supone una evaluación previa de discursos, que la historia juzgará como verdaderos o falsos y podrán ser rebatidos ampliamente.
(*) Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Científica del Sur