
La sociedad peruana vive una frustración permanente que cala hasta los cimientos del Estado. El innegable rechazo generalizado de la población sobre la presidente Boluarte refleja que no solo es la frivolidad ni las voces de rechazo, sino piedras y huevos lanzados que impiden su contacto con la ciudadanía. Esta imagen, de la jefe de Estado acorralada, resume con brutal claridad el momento: un gobierno deslegitimado, aislado, mientras el crudo pulso de la violencia criminal, la corrupción y el derrumbe de la institucionalidad política siguen avanzando.
En este contexto, los asesinatos de testigos clave relacionados con procesos de corrupción política refuerzan la convicción de que en el Perú contemporáneo actúan poderes criminales con capacidad para silenciar con sangre. El reciente asesinato de un testigo clave, vuelve a evidenciar que la corrupción política –y su encubrimiento mafioso– tienen carta libre.
No es una ocurrencia: el país acumula según el SINADEF 1,070 homicidios entre enero y el 28 de junio 2025, un incremento del 21,5 % respecto al año anterior; la pregunta que queda es la misma: ¿qué capacidad de respuesta institucional existe?. El impacto económico es inmediato, la criminalidad le cuesta al país unos 5.000 millones de dólares anuales, un 1,7 % del PBI.
El pequeño comercio sufre extorsiones sistemáticas, y el consumidor común vive reducido al miedo; mientras el deterioro social es tanto o más grave que el económico. Frente ha ello, la Política se militariza: se imponen “estados de emergencia”, toques de queda en zonas de conflicto como Pataz, despliegue de fuerzas armadas… y sin embargo, la violencia no cede. Tenemos un Estado que no atiende causas de fondo –corruptelas, impunidad, bandas criminales transnacionales– sino que meramente reacciona.
El Congreso, por su parte, libra su propia guerra de “realismo político” por una supervivencia al ritmo e intensidad de sus limitaciones, mientras que el Ministerio Público permanece bloqueado y esquizofrénico exponiendo al mundo la tragedia de sus luchas internas que encubren el miedo de perder un poder político que se le escapa de las manos. Es en este escenario donde el populismo, de derecha o de izquierda, se impone al interés nacional: todo compromiso real queda pospuesto. Estas son las consecuencias de un liderazgo débil sobre un tablero en el que las piezas institucionales están podridas.
La política no tiene que ser una fuente de frustración permanente, el país requiere de una transformación profunda: reforma judicial del Ministerio Público, refundación de la Policía, control efectivo de los recursos públicos y sobre todo un “shock” de seguridad y de principio de autoridad. Solo así estaremos dispuestos a reconstruir el país y a no ser simples expectadores del reparto del miedo y de la inación que consume día a día a todos los peruanos de buena fe.
(*) Exdirector Nacional de Inteligencia (DINI).