Opinión

Entre la cuestión de confianza y la legislación delegada

Por: Ángel Delgado Silva

Pareciera propio de estos tiempos que las tensiones políticas desemboquen rápidamente en crisis constitucionales. Esto quisiera decir que la Constitución, concebida como un tratado de paz luego de una enconada contienda política, hubiese perdido su carácter pacificador, por antonomasia. De pronto los institutos, reglas y principios, que debieran encauzar y resolver los inevitable conflictos, perdieron eficacia. Peor aún: han devenido en un arsenal de instrumentos letales para la destrucción mutua. Síntoma evidente de una sociedad enferma, con graves dificultades para encontrar la cohesión mínima para sobrevivir. Producto, a su vez, de malos arreglos constitucionales y, sobre todo, de la utilización perversa de los mismos.

La próxima semana el Parlamento será confrontado por dos artilugios simultáneos: la cuestión de confianza y el pedido gubernamental de facultades para legislar en asuntos tributarios. La primera –como consecuencia de la presentación del nuevo Gabinete Ministerial y según lo disciplinado por el 130º de la Constitución– es una necedad hablando claro. Absolutamente superflua en el régimen peruano donde el Presidente es Jefe de Gobierno y, por lo tanto, el único dador de confianza a sus colaboradores, los Ministros, quienes ejercen sus funciones una vez juramentados. Requerir el voto de confianza para una seudo investidura ministerial –mala copia del parlamentarismo europeo– es fuente de perturbaciones artificiales e inútiles, siendo la más perniciosa la llamada “crisis total de gabinete” que duplicada, acarrea el cierre del Congreso. Entonces votar a favor debiera ser un mero trámite, que no legitima nada, porque mediante la interpelación y el voto de censura es dable deshacerse de los impresentables.

Otra cosa es ceder la potestad legislativa al Ejecutivo. Es verdad que se trata de una figura incluida en los textos constitucionales. Pero el Congreso debiera ser cuidadoso y otorgarla por excepción. Únicamente para normas muy técnicas y específicas. Sin embargo, se ha convertido en una mala práctica solicitada por cada nuevo gobierno, sobre temas genéricos, ausentes de complejidad. Por esta espuria vía la mayor parte de la legislación nacional no fluye del debate parlamentario, sino de maquinaciones en las oficinas gubernamentales. En ellas los burócratas negocian y trafican crematísticamente con los poderes fácticos, a espaldas del pueblo soberano.

Cada vez que el Congreso de la República renuncia a su tarea principal de formular, debatir y aprobar leyes, de cara a todo el país, se fortalecen las tendencias autoritarias dentro del régimen y la distancia entre las instituciones representativas y los representados se vuelve sideral. Por eso, en lugar del énfasis en el voto de confianza al Gabinete –puro formalismo en última instancia– las bancadas democráticas del Congreso deberán oponerse al pedido gubernamental de ejercer facultades legislativas, con todas sus fuerzas y los mejores argumentos.

(*) Constitucionalista

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