
Cuando el 24 de agosto de 1991, Ucrania declaró su independencia, adquirió recién la condición de Estado soberano conforme al derecho internacional. Jamás lo había sido, pese a su dilatado devenir histórico.
Tras la destrucción del Rus de Kiev en el siglo XIII por los mongoles, dicho espacio pasó a ser dominado por el Reino de Polonia y el Gran Ducado de Lituania, antes de que se fusionaran en 1569 en la República de las Dos Naciones, en medio de la resistencia de los cosacos de la mítica Zaporozhie, cuyas hazañas narra Gogol en su obra Tarás Bulba.
Luego, a raíz de los repartos polacos, Galicia quedó bajo el dominio del Imperio austrohúngaro en el occidente, mientras que los territorios del sudeste pasaron a un expansivo zarismo. Este accidentado periplo concluyó con la Revolución de Octubre y la posterior creación de la república soviética de Ucrania, bajo el mando de la URSS.
La ausencia de un Estado-nación, sumada a la sucesiva dependencia, generó un territorio abigarrado de etnias y nacionalidades, lleno de matices culturales y diferencias religiosas que coexistían en él. Este colorido mosaico poblacional era, en verdad, el rasgo típico de la geografía política de aquellos países de Europa del Este, donde la modernidad llegó tarde. Sin embargo, dichas comunidades convivían pacíficamente, favorecidas por la laxitud de los vínculos de sujeción a poderes igualmente descentrados y precarios.
Los problemas comenzaron con el moderno concepto de régimen político: un pueblo, un territorio y un Estado como condición para encauzar las heterogéneas realidades que no evolucionaron con Occidente. A esta existencia desgarrada se añadieron los apetitos infames de potencias que, ávidas de ventajas, azuzaron dichas contradicciones, ya sea dividiendo o debilitando. Así se abrieron las puertas del infierno, como en la ex-Yugoslavia, con sus secuelas de espanto y dolor.
Ucrania debió aprender de los Balcanes para alejarse de su trágico destino. Sus dirigentes debieron limar las aristas antagónicas, diseñar un Estado federativo para todos y vivir en paz y diversidad al mismo tiempo. Pero, sobre todo, desechar las tentaciones foráneas y sus ilusiones funestas, manteniéndose neutral. Sin embargo, su clase política, miope y sin amplitud de miras, se sumergió en disputas tribales, posponiendo el bienestar del conjunto. Entonces, fue fácil presa del europeísmo chauvinista y agresivo, que alentó una rusofobia patética y enfermiza en un país donde más del 40% de la población es culturalmente rusa.
El culmen de la locura fue el golpe de 2014, el célebre Euromaidán. Al romper los mínimos equilibrios, desató una guerra civil y la posterior intervención de Moscú en 2022, con las desgracias que todo conflicto armado conlleva. Y, como si la estupidez fuera infinita, ante la derrota evidente tras tres años de fracasos, sigue faltando sensatez y valor para terminar la guerra y evitar la destrucción completa del país.
(*) Abogado constitucionalista.
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