
En los últimos años, la política peruana ha sido testigo de un fenómeno cada vez más evidente: la llamada “política pop”. Este concepto alude a la incursión de figuras del espectáculo, la moda, la televisión y el deporte en la arena política, quienes, aprovechando su fama y visibilidad mediática, han adoptado dinámicas propias de las redes sociales, donde el like, el meme y la viralización suelen tener más peso que los planes de gobierno o los debates ideológicos.
En esa línea también se encuentran los políticos que asisten a programas de farándula o espectáculos televisivos, donde priorizan su imagen y carisma sobre el contenido político. Esta tendencia no es exclusiva del Perú ni del presente. La “política pop” tiene raíces profundas.
Si bien el término proviene de los años 60, vinculado originalmente al arte pop y a figuras como Andy Warhol —quien usó íconos del consumo masivo para criticar la superficialidad de la cultura contemporánea—, en el ámbito político el fenómeno se consolidó con la creciente mediatización de la vida pública.
La televisión primero, y luego las redes sociales, transformaron a los políticos en celebridades, forzándolos a adaptarse a una lógica de entretenimiento, inmediatez y emocionalidad. Su forma de comunicación se sustenta en el pensamiento concreto: mensajes simples, directos, emotivos y altamente visuales. No explican, impactan.
Apelan al miedo, la esperanza, el orgullo o la indignación con frases como “Se están robando nuestro país”, utilizada por Donald Trump, o “Me quieren tumbar porque no les tengo miedo”, repetida por líderes latinoamericanos que se presentan como víctimas del sistema. En lugar de argumentos técnicos, usan storytelling para conectar emocionalmente con el electorado a través de relatos personales o anécdotas que refuercen su autenticidad.
En Perú, un ejemplo temprano de política pop fue la elección de una exvedette al Congreso en los años noventa, cuya campaña se basó en un mensaje tan simple como eficaz: “Vota por el uno”.
Su imagen mediática pesó más que cualquier propuesta legislativa. Años después, un exarquero de fútbol y exalcalde lideró encuestas presidenciales sin presentar un plan de gobierno sólido, apoyado casi exclusivamente en su popularidad y en una estética juvenil.
En el Congreso actual, varios parlamentarios priorizan su presencia en plataformas como TikTok antes que la participación en el debate legislativo. Lo importante ya no es argumentar, sino volverse viral. Las sesiones parlamentarias se convierten en sets para la autopromoción digital, y la política misma se transforma en un producto de entretenimiento.
Este fenómeno responde, en gran medida, al profundo desencanto ciudadano con la clase política tradicional, vista como corrupta, ineficiente y desconectada de las necesidades reales. Frente a ello, emergen candidatos que se presentan como outsiders (“gente como uno”), con una narrativa de autenticidad que conecta con el malestar social, aunque con escaso contenido programático.
Para las elecciones generales de 2026, el desafío ciudadano es evidente: dejar de premiar el espectáculo y comenzar a exigir preparación, propuestas y responsabilidad. Porque un país no se gobierna con likes ni se transforma con frases virales. La democracia necesita menos celebridades y más estadistas.
(*) Juez titular de la Corte Superior de Justicia de Ucayali