Opinión

¡Oh sufragio! ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!

Por: Víctor García Toma

La democracia se concibe binariamente como la manifestación de una forma de expresión político-cultural y como una estructura estatal institucional que tiende a un orden que asegure la convivencia con respeto a la libertad y al derecho a la igualdad, en pro de la igualdad de oportunidades. Por ende, auspicia el despliegue del libre desarrollo de la personalidad, sin menoscabo de la contribución al bien común.

Como sistema político, consagra la actuación ciudadana en los asuntos de interés público de todos y cada uno de los miembros de nuestra comunidad, con sujeción a un espíritu de diálogo, respeto y tolerancia hacia todas las creencias expuestas a la consideración pública. Busca, en cumplimiento del principio de mayoría—y sin menoscabo de los derechos fundamentales de las minorías— determinar, a través de un conjunto de procedimientos, la legitimación ética de la toma de decisiones sobre los temas más sensibles de la coexistencia como Nación.

Este modelo auspicia la participación política sin cortapisas, la cual, como expresión de una doble actuación individual y colectiva, permite que la ciudadanía intervenga, influya y fiscalice los asuntos inherentes a la cosa pública. A través de ella, el ciudadano se convierte en el autor, compositor e intérprete de la realidad sobre la cual asienta su existencia y coexistencia. Así, de algún modo, prohíja el legado o las deudas asignables a sus descendientes.

La democracia hace al ciudadano responsable, en función de sus decisiones electorales y participación política, como el gestor directo o indirecto de un presente y/o un futuro con bienestar, justicia y seguridad; o, en su defecto, como nos sucede hoy, en partícipes de una obra de “horror y miseria moral”, en cuyo fomento tenemos grabada la sentencia de cómplices del delito de estupidez política.

El sufragio, como poema a la responsabilidad o como grafiti de la ignorancia y la insensatez, nos llevará en los próximos comicios a la posibilidad de rehacer nuestro camino como comunidad abierta a los valores sociales, o nos dará el pistoletazo final que nos conducirá a la embarcación de un émulo actual de Caronte: aquel barquero que transporta el alma de un Estado cuya autopsia indica: occiso por voluntad propia.

Ese peligro nos recuerda el caso de Madame Marie Roland de la Platière, quien, en 1793, fue decapitada en la Plaza de la Concordia, en pleno centro de París, en la efervescencia de las voces y conductas desprovistas de sentido común, de la inconsciencia moral de los actos propios y ajenos, y, fundamentalmente, de la falta de la necesaria reflexión para actuar y decidir.

Antes de su ejecución, la víctima de una deliberación y reflexión visceral pronunció aquella famosa frase que ha quedado como un estigma para la democracia en manos de los ignorantes o los rezagados en el desarrollo de una vida razonada:

¡Oh, Libertad! ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!

Enterado de su muerte, Jean-Marie Roland, su esposo, decidió suicidarse. Ad portas de una enigmática suerte electoral, ojalá que no tengamos que repetir, adaptada a nuestra lamentable situación actual, la apostilla de la martirizada:

¡Oh, Sufragio! … ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre! PD: Por favor, no nos lleven a recordar a Jean-Marie.

(*) Expresidente del Tribunal Constitucional

 * La Dirección periodística no se responsabiliza por los artículos firmados 

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